Curta argentino inspirado no conto de Jorge Luis Borges que segue abaixo.
LA ESPERA (original)
Jorge Luis Borges, no livro "El Aleph" (1949).
El coche lo dejó en el cuatro mil cuatro de esa calle del Noroeste. No habían dado las nueve de la mañana; el hombre notó con aprobación los manchados plátanos, el cuadrado de tierra al pie de cada uno, las decentes casas de balconcito, la farmacia contigua, los desvaídos rombos de la pinturería y ferretería. Un largo y ciego paredón de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba, más lejos, en unos invernáculos. El hombre pensó que esas cosas (ahora arbitrarias y casuales y en cualquier orden, como las que se ven en los sueños) serían con el tiempo, si Dios quisiera, invariables, necesarias y familiares. En la vidriera de la farmacia se leía en letras de loza: Breslauer; los judíos estaban desplazando a los italianos, que habían desplazado a los criollos. Mejor así; el hombre prefería no alternar con gente de su sangre.
El cochero le ayudó a bajar el baúl; una mujer de aire distraído o cansado abrió por fin la puerta. Desde el pescante el cochero le devolvió una de las monedas, un vintén oriental que estaba en su bolsillo desde esa noche en el hotel de Melo. El hombre le entregó cuarenta centavos, y en el acto sintió: “Tengo la obligación de obrar de manera que todos se olviden de mí. He cometido dos errores: he dado una moneda de otro país y he dejado ver que me importa esa equivocación”.
Precedido por la mujer, atravesó el zaguán y el primer patio. La pieza que le habían reservado daba, felizmente, al segundo. La cama era de hierro, que el artífice había deformado en curvas fantásticas, figurando ramas y pámpanos; había, asimismo, un alto ropero de pino, una mesa de luz, un estante con libros a ras del suelo, dos sillas desparejas y un lavatorio con su palangana, su jarra, su jabonera y un botellón de vidrio turbio. Un mapa de la provincia de Buenos Aires y un crucifijo adornaban las paredes; el papel era carmesí, con grandes pavos reales repetidos, de cola desplegada. La única puerta daba al patio. Fue necesario variar la colocación de las sillas para dar cabida al baúl. Todo lo aprobó el inquilino; cuando la mujer le preguntó cómo se llamaba, dijo Villari, no como un desafío secreto, no para mitigar una humillación que, en verdad, no sentía, sino porque ese nombre lo trabajaba, porque le fue imposible pensar en otro. No lo sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del enemigo podía ser una astucia.
El señor Villari, al principio, no dejaba la casa; cumplidas unas cuantas semanas, dio en salir, un rato, al oscurecer. Alguna noche entró en el cinematógrafo que había a las tres cuadras. No pasó nunca de la última fila; siempre se levantaba un poco antes del fin de la función. Vio trágicas historias del hampa; éstas, sin duda, incluían errores, éstas, sin duda, incluían imágenes que y también lo eran de su vida anterior; Villari no los advirtió porque la idea de una coincidencia entre el arte y la realidad era ajena a él. Dócilmente trataba de que le gustaran las cosas; quería adelantarse a la intención con que se las mostraban. A diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un personaje del arte.
No le llegó jamás una carta, ni siquiera una circular, pero leía con borrosa esperanza una de las secciones del diario. De tarde, arrimaba a la puerta una de las sillas y mateaba con seriedad, puestos los ojos en la enredadera del muro de la inmediata casa de altos. Años de soledad le habían enseñado que los días, en la memoria, tienden a ser iguales, pero que no hay un día, ni siquiera de cárcel o de hospital, que no traiga sorpresas. En otras reclusiones había cedido a la tentación de contar los días y las horas, pero esta reclusión era distinta, porque no tenía término —salvo que el diario, una mañana trajera la noticia de la muerte de Alejandro Villari. También era posible que Villari ya hubiera muerto y entonces esta vida era un sueño. Esa posibilidad lo inquietaba, porque no acabó de entender si se parecía al alivio o a la desdicha; se dijo que era absurda y la rechazó. En días lejanos, menos lejanos por el curso del tiempo que por dos o tres hechos irrevocables, había deseado muchas cosas, con amor sin escrúpulo; esa voluntad poderosa, que había movido el odio de los hombres y el amor de alguna mujer, ya no quería cosas particulares: sólo quería perdurar, no concluir. El sabor de la yerba, el sabor del tabaco negro, el creciente filo de sombra que iba ganando el patio, eran suficientes estímulos.
Había en la casa un perro lobo, ya viejo, Villari se amistó con él. Le hablaba en español, en italiano y en las pocas palabras que le quedaban del rústico dialecto de su niñez. Villari trataba de vivir en el mero presente, sin recuerdos ni previsiones; los primeros le importaban menos que las últimas. Oscuramente creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por ello es que éste se vuelve pasado en seguida. Su fatiga, algún día, se pareció a la felicidad; en momentos así, no era mucho más complejo que el perro.
Una noche lo dejó asombrado y temblando una íntima descarga de dolor en el fondo de la boca. Ese horrible milagro recurrió a los pocos minutos y otra vez hacia el alba. Villari, al día siguiente, mandó buscar un coche que lo dejó en un consultorio dental del barrio del Once. Ahí le arrancaron la muela. En ese trance no estuvo más cobarde ni más tranquilo que otras personas.
Otra noche, al volver del cinematógrafo, sintió que lo empujaban. Con ira, con indignación, con secreto alivio, se encaró con el insolente. Le escupió una injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa. Era un hombre alto, joven, de pelo oscuro, y lo acompañaba una mujer de tipo alemán; Villari, esa noche, se repitió que no los conocía. Sin embargo, cuatro o cinco días pasaron antes que saliera a la calle.
Entre los libros del estante había una Divina comedia, con el viejo comentario de Andreoli. Menos urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber, Villari acometió la lectura de esa obra capital; antes de comer, leía un canto, y luego, en orden riguroso, las notas. No juzgó inverosímiles o excesivas las penas infernales y no pensó que Dante lo hubiera condenado al último círculo, donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.
Los pavos reales del papel carmesí parecían destinados a alimentar pesadillas tenaces, pero el señor Villari no soñó nunca con una glorieta monstruosa hecha de inextricables pájaros vivos. En los amaneceres soñaba un sueño de fondo igual y de circunstancias variables. Dos hombres y Villari entraban con revólveres en la pieza o lo agredían al salir del cinematógrafo o eran, los tres a un tiempo, el desconocido que lo había empujado, o lo esperaban tristemente en el patio y parecían no conocerlo. Al fin del sueño, él sacaba el revólver del cajón de la inmediata mesa de luz (y es verdad que en ese cajón guardaba un revólver) y lo descargaba contra los hombres. El estruendo del arma lo despertaba, pero siempre era un sueño y en otro sueño el ataque se repetía y en otro sueño tenía que volver a matarlos.
Una turbia mañana del mes de julio, la presencia de gente desconocida (no el ruido de la puerta cuando la abrieron) lo despertó. Altos en la penumbra del cuarto, curiosamente simplificados por la penumbra (siempre en los sueños del temor habían sido más claros), vigilantes, inmóviles y pacientes, bajos los ojos como si el peso de las armas los encorvara, Alejandro Villari y un desconocido lo habían alcanzado, por fin. Con una seña les pidió que esperaran y se dio vuelta contra la pared, como si retomara el sueño. ¿Lo hizo para despertar la misericordia de quienes lo mataron, o porque es menos duro sobrellevar un acontecimiento espantoso que imaginarlo y aguardarlo sin fin, o — y esto es quizá lo más verosímil — para que los asesinos fueran un sueño, como ya lo habían sido tantas veces, en el mismo lugar, a la misma hora?
En esa magia estaba cuando lo borró la descarga.
A ESPERA (tradução)
Jorge Luis Borges, no livro "O Aleph" (1949).
A carruagem deixou-o no quatro mil e quatro dessa rua do Noroeste. Não tinha dado as nove da manhã; o homem percebeu com aprovação os manchados plátanos, o quadrado de terra ao pé de cada um, as respeitáveis casas com varandinha, a farmácia contígua, os desbotados losangos da loja de tintas e da ferraria. Um longo e compacto paredão de hospital fechava a calçada da frente; o sol reverberava, mais ao longe, em algumas estufas. O homem considerou que essas coisas (agora arbitrárias e casuais e em qualquer ordem, como as que se vêem nos sonhos) seriam com o tempo, se Deus quisesse, invariáveis, necessárias e familiares. Na vitrina da farmácia lia-se em letras de fôrma: Breslauer; os judeus estavam deslocando os italianos, que tinham deslocado os nativos. Melhor assim; o homem preferia não alternar com gente de seu sangue.
O cocheiro ajudou-o a descer o baú; uma mulher de ar distraído ou cansado abriu por fim a porta. De seu assento, o cocheiro lhe devolveu uma das moedas, um vintém oriental que estava em seu bolso desde essa noite no hotel de Melo. O homem entregou-lhe quarenta centavos, e no ato ele sentiu: "Tenho obrigação de agir de maneira que todos se esqueçam de mim. Cometi dois erros: dei uma moeda de outro país e deixei ver que esse equívoco me interessa".
Precedido pela mulher, atravessou o vestíbulo e o primeiro pátio. O quarto que lhe haviam reservado dava, felizmente, para o segundo andar. A cama era de ferro, que o artífice havia deformado em curvas fantásticas, representando ramos e pâmpanos; havia, ao mesmo tempo, um alto guarda-roupa de pinho, uma mesa-de-cabeceira, uma estante com livros quase ao nível do chão, duas cadeiras díspares e um lavatório com sua bacia, sua jarra, sua saboneteira e um garrafão de vidro escuro. Um mapa da província de Buenos Aires e um crucifixo adornavam as paredes; o papel era vermelho, com grandes pavões repetidos, de cauda desfraldada. A única porta dava para o pátio. Foi necessário mudar a posição das cadeiras para dar lugar ao baú. O inquilino aprovou tudo; quando a mulher lhe perguntou como se chamava, disse Villari, não como um desafio secreto, não para mitigar uma humilhação que, na verdade, não sentia, mas porque esse nome o perseguia, porque lhe foi impossível pensar em outro. Não o seduziu, certamente, o erro literário de imaginar que assumir o nome do inimigo pudesse ser uma astúcia.
O senhor Villari, no início, não deixava a casa; passadas algumas semanas, começou a sair, por um instante, ao escurecer. Numa noite, entrou no cinema que havia a três quadras. Não passou nunca da última fila; sempre se levantava um pouco antes do fim da sessão. Viu trágicas histórias de bandidos; estas, sem dúvida, incluíam erros; estas, sem dúvida, incluíam imagens que também eram de sua vida anterior; Villari não os percebeu porque a idéia de uma coincidência entre a arte e a realidade lhe era alheia. Docilmente, procurava que as coisas lhe agradassem; queria adiantar-se à intenção com que elas lhe eram mostradas. Ao contrário dos que têm lido romances, ele não se via nunca a si mesmo como personagem da arte.
Nunca lhe chegou uma carta, nem sequer uma circular, mas lia com confusa esperança uma das seções do jornal. À tarde, encostava na porta uma das cadeiras e mateava com seriedade, de olhos postos na trepadeira do muro do contíguo sobrado. Anos de solidão haviam-lhe ensinado que os dias, na memória, tendem a ser iguais, mas que não há um dia, nem mesmo de prisão ou de hospital, que não traga surpresas. Em outras reclusões cedera à tentação de contar os dias e as horas, mas esta reclusão era diferente, porque não tinha fim – a não ser que o jornal, numa manhã, trouxesse a notícia da morte de Alejandro Villari. Também era possível que Villari já tivesse morrido e então esta vida seria um sonho. Essa possibilidade o inquietava, pois não chegou a entender se ela se parecia com alívio ou com desdita; disse a si mesmo que era absurda e a repeliu. Em dias longínquos, menos longínquos pelo passar do tempo que por dois ou três fatos irrevogáveis, desejara muitas coisas, com amor sem escrúpulo; essa vontade poderosa, que movera o ódio dos homens e o amor de alguma mulher, já não queria coisas particulares: só queria perdurar, não concluir. O sabor da erva, o sabor do tabaco negro, o crescente fio de sombra que ia ganhando o pátio.
Havia na casa um cachorro-lobo, já velho. Villari fez amizade com ele. Falava-lhe em espanhol, em italiano e nas poucas palavras que lhe ficaram do rústico dialeto de sua infância. Villari procurava viver no mero presente, sem lembranças nem previsões; as primeiras lhe importavam menos que as últimas. Vagamente acreditou intuir que o passado é a substância de que o tempo está feito; por isso é que este se torna logo passado. Sua fadiga, algum dia, pareceu-se com felicidade; em momentos assim, não era muito mais complexo que o cão.
Numa noite, deixou-o assombrado e trêmulo uma íntima descarga de dor no fundo da boca. Esse horrível milagre ocorreu em poucos minutos e outra vez por volta do amanhecer. Villari, no dia seguinte, mandou buscar um carro que o deixou num consultório dentário do bairro do Once. Aí, arrancaram-lhe o molar. Nesse transe, não esteve mais covarde nem mais tranqüilo que outras pessoas.
Em outra noite, ao voltar do cinema, sentiu que o empurravam. Com ira, com indignação, com secreto alívio, encarou o insolente. Cuspiu-lhe uma injúria soez; o outro, atônito, balbuciou uma desculpa. Era um homem alto, jovem, de cabelo escuro, e o acompanhava uma mulher de tipo alemão; Villari, nessa noite, repetiu a si mesmo que não os conhecia. Entretanto, quatro ou cinco dias se passaram antes que saísse à rua.
Entre os livros da estante havia uma Divina Comédia, com o velho comentário de Andreoli. Menos premido pela curiosidade que por um sentimento de dever, Villari atirou-se à leitura dessa obra capital; antes de comer, lia um canto, e a seguir, em ordem rigorosa, as notas. Não julgou inverossímeis ou excessivas as penas infernais e não pensou que Dante o tivesse condenado ao último círculo, onde os dentes de Ugolino roem eternamente a nuca de Ruggieri.
Os pavões do papel carmesim pareciam destinados a alimentar pesadelos tenazes, mas o senhor Villari não sonhou nunca com um caramanchão monstruoso feito de inextricáveis pássaros vivos. Nos amanheceres sonhava um sonho de fundo igual e de circunstâncias variáveis. Dois homens e Villari entravam com revólveres no quarto ou o agrediam ao sair do cinema ou eram, os três ao mesmo tempo, o desconhecido que o havia empurrado, ou o esperavam tristemente no pátio e pareciam não o conhecer. No fim do sonho, ele tirava o revólver da gaveta da contígua mesa-de-cabeceira (e é verdade que nessa gaveta guardava um revólver) e o descarregava contra os homens. O estrondo da arma despertava-o, mas sempre era um sonho e em outro sonho o ataque se repetia e em outro sonho tinha que tornar a matá-los.
Numa escura manhã do mês de julho, a presença de gente desconhecida (não o ruído da porta quando a abriram) despertou-o. Altos na penumbra do quarto, curiosamente simplificados pela penumbra (nos sonhos do temor sempre tinham sido mais claros), vigilantes, imóveis e pacientes, com os olhos baixos como se o peso das armas os encurvasse, Alejandro Villari e um desconhecido tinham-no alcançado, finalmente. Com um sinal, pediu-lhes que esperassem e voltou-se contra a parede, como se retomasse o sono. Fez isso para despertar a misericórdia dos que o mataram? Ou porque é menos duro suportar um acontecimento espantoso que imaginá-lo ou aguardá-lo indefinidamente? Ou – e isto talvez seja o mais verossímil – para que os assassinos fossem um sonho, como já o haviam sido tantas vezes, no mesmo lugar, à mesma hora?
Nessa magia estava quando o apagou a descarga.
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